El rabioso columnista

“Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín.” Gonzalo Arango. Vida.Voz. Antología.

Provincianismo

El signo distintivo del colombiano es el provincianismo. Cada pueblo tiene su rasgo típico, que no es exclusivo, que no repudia otras notas, pero cuya extensión y hondura lo erige en divisa, en sello que identifica. Al mexicano lo distingue la soledad, dice Octavio Paz. Al colombiano, este lugareñismo, que seca el alma, que esteriliza toda pasión colectiva. El provinciano cree que el horizonte de su aldea termina el mundo, y su desconocimiento del más allá del mundo no lo toma por falla propia, sino por inexistencia del otro. El provinciano se dobla en su ignorancia.

Qué triste espectáculo el que ha ofrecido la intelligentsia colombiana con este último premio Nobel de literatura: como YO ignoro a Canetti, Canetti no existe. El síndrome del caballo cochero, cuya ruta se reduce al pálpito inmediato de un camino recortado y sin horizonte.

Un comentario de El Tiempo (16 Oct., 4ª) hace mofa de la academia sueca, que ha sorprendido a la opinión con ese premio, “como si quisiera hacer de él algo para minorías selectas o para gentes a quienes les sobra tiempo y dinero para leer autores desconocidos”: como YO no conozco a Canetti, Canetti es un desconocido. La lógica bizcorneta del provinciano.

Para quien haya trasegado por la cultura (o por su sustento, la información) en los últimos treinta años, Elías Canetti no es propiamente un desconocido. Su novela, “Auto de fe”, y su ensayo filosófico “Masa y potencia”, proponen una lúcida y desesperada visión del hombre contemporáneo. Canetti toca temas trascendentales: el individuo asediado por la masa intrusa del mundo: Kien, el personaje de la novela, en lucha con esa masa caótica, se inmola finalmente en la pira de sus propios libros. Canetti, por la dimensión de su obra, por la profundidad de su apunte, ha sido equiparado a Yoyce y a Broch. Bastaba, desde hace treinta años, abrir un tanto los ojos al mundo para tener esa “cultura”. Pero el provinciano reduce el mundo a la aldea. Y se regodea en su ignorancia. Agrega aquella nota: “Habrá que creerle (a la academia sueca) mientras nos llegan traducciones a nuestra lengua”. Da grima. No es sólo porque el castellano sea hoy lengua periférica, sino porque una persona culta (la antinomia del provinciano) no puede limitarse a su idioma de nacencia. La cultura exige una apertura a otras lenguas, no sólo como instrumentalizad, sino como vivencia de otros espíritus. Y puesto que el espíritu de un pueblo radica en su lengua.

Es que el provinciano, en este encogimiento progresivo de su alma, llega a ignorar su propio idioma, al reducirlo a un mecanismo mustio y mútilo. Se maneja el lugareño con la reducida panoplia de palabras aprendidas en la infancia (unas dos mil a lo sumo), cuyo uso ha mecanizado: lo que está más allá de ese reducto, lo trastorna: habla entonces de “palabras raras”. Y ante lo “raro” el provinciano se alza furiosamente. Es cuando se manifiesta la insolencia del ignorante.

Nuestro provincianismo es nuestro estigma: este aire nauseabundo que es Colombia nos pone una máscara agria y enteca. Es difícil la respiración y es difícil la vida.

23 de octubre de 1981

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