El rabioso columnista

“Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín.” Gonzalo Arango. Vida.Voz. Antología.

País necrofílico

Esta sociedad padece de necrofilia: le encantan los muertos y las ceremonias funerarias. Y es lo que han estado haciendo con Barba Jacob. Mientras estuvo vivo el poeta, le temieron o lo menospreciaron, y ya agónico, lo abandonaron. No tuvo 50 pesos para pagar la cuota inicial en un sanatorio, y escupió su tuberculosis hasta la muerte en un escueto cuarto de pensión.
¡Qué lejos estaba Colombia de Barba en ese tenebroso enero de 1942! ¿Estará más cerca ahora que le ha puesto encima la losa y el encomio? Bien se sabe el propósito de los ritos funerarios: hacerse perdonar del muerto y de los demonios que allá suscita. (Vano el intento).
“Ayer hablé por teléfono al ministro Zawadsky. Me volvió a decir que ha vuelto a escribir al Doctor López de Mesa y al Presidente Santos, y que está seguro de que pronto le remitirán autorización para entregarme el dinero. Al final de la breve conferencia, me dijo que estuviera tranquilo, que él no me olvidaría”.
Así escribía Barba a su ahijado en octubre de 1940: me volvió a decir, ha vuelto a prometerme: le estaban dando caramelo a la colombiana.
Esa platica que esperaba de Colombia era para pagarle a don Diocleciano el alquiler de la pieza en la pensión: 2.50 diarios, más unas extras: 50 centavos para la inyección. La plata no llegó, pero los colombianos tienen un alma divina, y le prometieron al poeta tísico que no lo olvidarían. ¡Qué gentiles! A mí la gloria que me la den en plata. Ese embajador de Colombia en México era don Jorge Zawadsky, atildado caballero, y el presidente de la República de Colombia era el doctor Eduardo Santos, ciudadano epónimo, y el ministro de educación (o de relaciones) era el profesor Luis López de Mesa, filósofo preclaro. Lo más granado de la inteligencia, de la cultura y de la sociedad colombianas. A Barba, moribundo, le daban el no-me-olvides. Eran los mismos periódicos y las mismas academias y las mismas castas que hoy lo cubren de bronce y ditirambo. Hecho polvo, ya no tose el poeta.
A los tres años de su muerte angosta, entre esputos, viajaron nueve colombianos ilustres (viáticos y Panamerican Airways), para traer una caja con cenizas del poeta. Con los muertos sí son próvidos los colombianos.
Es que no lo han olvidado. Jaramillo Meza, su buen amigo fiel, le decía que en Colombia lo estimaban mucho, y Barba le contestó: “Ha llegado el momento de que tal estima se con vierta en algo más que bellas palabras”. En efecto, una vez que larga la maleta, le convierten la estima en monumento.
Pero eso sí, adobado de bellas palabras. Es la destreza hipócrita de este país. Le decía Barba a Jaramillo Meza: “Le agradezco sus noticias sobre el alto concepto que se tiene de mí en ese país, en cuya capital en días de gloria y siendo yo un hombre de trabajo, tuve que pasar dos noches en la calle porque no tenía donde alojarme y varios días sin comer porque todas las puertas se me cerraron”. Se las abren al muerto. Por algo decía Barba: “Bogotá es deliciosa, pero en determinadas circunstancias: teniendo unos 500 mil pesos y viviendo en París”. O muerto, y ensartado en una estaca de concreto, con el bronce encima.
El contrapunto necesario de todo este barullo necrológico es el olvido de sus versos. En medio del torrente adulatorio se citan, a veces, entrecortados, los más ampulosos y triviales: señor muy buenos días, señora muchas gracias, y lloran lágrimas de remembranza. No hay crítica, sólo ditirambo, que es un velo que oculta. La virtud de su poesía alucinada se esfuma bajo el peso de la llavería.
10 de agosto de 1983

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