El rabioso columnista

“Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín.” Gonzalo Arango. Vida.Voz. Antología.

Paseísmo

Hay aquí, ahora, un paseísmo: fascinación con el pasado. Como toda nostalgia, esa actitud es nauseabunda: flor de almas mustias.

Dice Elkin Obregón (El mundo Semanal, 31 de julio): “… es el pasado el único territorio vital con un asidero más o menos firme (…). El presente sirve apenas para llorar”.

Dice Hegel: “Lo histórico, es decir, el pasado como tal, ya no existe, ha muerto. El espíritu de verdad y de vida sólo alienta en lo que es. El espíritu viviente dice: ¡Dejad que los muertos entierren a sus muertos! (…). No es posible interesarse en lo que está muerto, en el pasado; ello interesa únicamente a la erudición y la vanidad”.

Cada cual escoge su postura en el mundo. Cada cual le da a su vida el tono, y el treno, que más le acomoda.

Hay un modo jocundo de afincarse en la realidad: una postura vital que afirma la existencia como placer, renovación y descubrimiento. Se le da a la vida un tono apasionado y tremendo, de fuerte raigambre en el medio social. Porque se vive en la pasión de escudriñar el mundo (y compartirlo), de descifrarlo como problema y de erigirlo como novedad. La existencia –siempre solidaria- se desenvuelve dentro de un gozo hondo del espíritu, que se complace en percibir el pálpito de la vida naciente. Lo nuevo aniquila lo viejo. El presente se desgaja del pasado.

Hay otra postura vital, exangüe. Es aquella marcada con el síndrome de la mujer de Lot: complacencia en el pasado, adherencia a lo viejo, nostalgia, paseísmo. No se avanza con los demás. Se teme a lo nuevo (se le da la espalda), convirtiéndose así en estatua de sal. Que se va deshaciendo con las lágrimas cotidianas. Löwith indica “el furor y el sarcasmo de Hegel contra las almas románticas y desgarradas, afectadas por “la tisis del espíritu”. Viven la vida en treno menor lacrimoso.

Esa tisis del espíritu, que ahora resurge en forma de bolero, es un anacronismo. Y ha prendido con caracteres frenéticos en las almas de la pequeña burguesía suramericana (de forma más aguda en esta aldea), negando el placer fáustico del amor. El romántico es siempre un vencido, desplazado del disfrute amoroso y encenegado en su melancolía. Ama (brevemente), para luego sufrir. No busca el amor sino el llanto. No persiste, en él, el amor, ni se desenvuelve en perenne placer. Los tísicos espirituales sufren la amputación amorosa, y hacen de su melancolía una gracia funeraria.

No se olvide que estamos metidos en un orden social agónico y castrador, que niega la vida, el amor y el placer: en suma, que aplasta lo nuevo. Esa actitud paseísta no es sino el trasunto de una postura reaccionaria, que, mirando hacia el pasado, deja incólumes las instituciones. Casta retardataria, no es extraño que la pequeña burguesía esté marcada por el síndrome de la mujer de Lot.

El poeta y el filósofo descifran el mundo. Este verso de Carl Sandburg:

Te digo que el pasado

Es un puñado de ceniza;

Te digo que el ayer

Es un viento reclinado,

Un sol desfallecido al occidente.

9 de agosto de 1982

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