No terminan nunca las castas su campaña de vituperio contra Camilo Torres. Aún las espanta el fulgor de esa vida, que ardió en el amor al prójimo, y que hoy, a los 17 años de su muerte, sigue siendo clamor de justicia y señal de liberación. En El Tiempo (9 de enero, 8B), Germán Santamaría, en reportaje al nuevo cardenal, hace un parangón entre el P. Camilo Torres y Mons. Alfonso López Trujillo: al concluir estudios en el seminario, éste partió para Roma y aquél para Bélgica: “(Ese tiquete diverso) fue la clave temprana para el destino final de los dos amigos, el uno entre el lodo y la sangre de la muerte guerrillera, y el otro en la púrpura del Sacro Colegio Cardenalicio”.
Que Mons. López Trujillo goce de su gloria purpúrea. Y cese ahí el desabrido cotejo del cronista Santamaría.
La sangre de los héroes nutre las luchas populares. Y es llama inextinguible. La vida de Camilo Torres, su acción y su palabra, son todavía una señal en el camino. La prédica de amor y de justicia que hizo el P. Camilo Torres, con su propia vida y con su palabra, es impulso de liberación para los humildes. Y ha encendido y sigue encendiendo el ardor y la lucha por la justicia, aquí en América, y en el mundo. Insinuar que esa vida fulmínea culminó en el lodo y la sangre de Patio Cemento, ese 15 de febrero de 1966, que allí encontró “su destino fatal”, más que infamia es despropósito.
El cuerpo suyo, atravesado por dos balas, arrastrado su rostro contra la hojarasca, zarandeado por botas militares, no es un despojo. Es símbolo de un fuego inacabable.
No es extraño que las castas, pavorizadas ante esa vida purísima, hayan escondido el cuerpo exangüe de Camilo Torres: le dieron sepultura ignota en algún lugar de la patria, en un intento de borrar su huella. Vano intento. Camilo Torres sigue obrando en el corazón de los que aspiramos a un mundo de paz y de justicia, y que por ese anhelo damos una breve o grande lucha. Al esconderlo en una tumba anónima, parece que su cuerpo y su palabra y su hermoso gesto de varón iluminado y su lucha se hicieran cada día más grandes y potentes. No lograron extinguirlo ocultando su cuerpo. Tampoco lo han mermado con el cúmulo de insidias y de infamias que han volcado sobre su vida, su muerte y su memoria imperecedera.
Tampoco fue el suyo el camino de un réprobo, como insinúa ese cronista. Camilo asumió su destino con plena conciencia de cristiano.
Dice (declaración de 24 de junio de 1965): “Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres acercarse a Cristo, el sacerdote tiene que como función propia combatir esas circunstancias”. Y en el Mensaje a los Cristianos (26 de agosto 1965) afirma: “Lo principal del Catolicismo es el amor al prójimo. El que ama a su prójimo cumple con la ley (San Pablo, Rom. XIII, 8). Este amor, para que sea verdadero, tiene que buscar la eficacia”. Y añade: “Al analizar la sociedad colombiana me he dado cuenta de la necesidad de una revolución para poder dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo y realizar el bienestar de la mayoría de la población”. Fue lúcida su opción: “Esta actividad la considero esencial para mi vida cristiana y sacerdotal, como colombiano”.
No culminó Camilo en el lodo y la sangre. Su destino final es aquella inmensa madrugada hacia la que marcha el pueblo.
14 de enero de 1983
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