El rabioso columnista

“Alberto Aguirre es, geográficamente, un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín.” Gonzalo Arango. Vida.Voz. Antología.

Literatura y política


Columnas publicadas en El Mundo de Medellín.

Hay algo que sí podríamos aprender de los escritores alemanes: su compromiso con la realidad. Fue lúcido el análisis que hizo Peter Schneider, el lunes, en la Piloto, de la condición del escritor en Alemania: un discurso de belleza literaria, de fina ironía, de clarividencia política. Es la alianza necesaria –dentro del propio texto- del escritor con el hombre político (que hombre político lo somos todos, ineludiblemente, aunque algunos intenten la fuga). Y reveló Schneider, no sólo el amor de su país, sino el conocimiento de su país.

La película de Schneider (guionista, “El cuchillo en la cabeza”), es la reflexión crítica sobre el terrorismo y la represión policial: refleja un hecho político, como refinada elaboración estética, y no como cartel. Así Heinrich Böll y Günther Grass y Peter Handke. Así la generalidad de una literatura. Son escritores que indagan en la realidad, que se comprometen con el problema que es esa realidad, y la cuestionan, la desnudan, la denuncian, dentro de parámetros estéticos impecables y novedosos.

En cambio, nuestros escritores han recaído en el morbo romántico. Ninguna lucidez sobre su propio país: lo ignoran. Llega a parecer un estorbo el conocimiento político (que es el de la realidad), y declaran sin empacho que la política es para los demás, para la mesnada: nosotros somos impolutos. Siguen siendo escritores que practican el enroque (revestidos de marfil), lejos del mundanal ruido. El intelectual colombiano ha dimitido de su función crítica, refugiándose en la mística de pacotilla, en el intimismo o en la advocación inane del pasado: invocan a Milarepa, se fabrican vulgares nirvanas alcohólicos, añoran un ilusorio pasado idílico. O se hacen los topos de su propia intimidad, cercenados del mundo, aislados, herméticos. Construyen palabras pero no tocan el mundo.

No se trata de establecer para los escritores una cartilla, con su regleta magistral. Pero no deja de ser trágico que un país sacudido por tan tremendas corrientes desgarradoras, vea a sus escritores enervados en deliquios intimistas o en fugas místicas. Schneider habla, refiere, refleja el terrorismo. ¿Dónde nuestra novela, aquí, sobre ese tema? ¿Y dónde la poesía? Los grandes temas que sacuden al hombre colombiano no encuentran reflejo en la obra de sus escritores: éstos le son ajenos. Por ello, aún desamparado el destino de ese hombre. El pueblo necesita el testimonio de sus escritores, y éstos ahora se lo niegan.

Porque el escritor colombiano ha erigido su ego en centro del universo, y así, por paradoja, se corta del universo. Si se insertara en el proceso vital de su país, el ego sería rico y tendría trascendencia: no sólo daría el testimonio que le es exigido y que el pueblo requiere, sino que en sus obras de intimidad el yo tendría aquella dimensión social reveladora. El intelectual colombiano no sólo es tránsfuga, sino que su obra resulta anodina.

27 de junio de 1980

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